Buñuel, el cineasta libertario por antonomasia, entre dos de sus admiradores, Carlos Fuentes y Julio Cortázar
Detrás del título, enigmático hasta el final,
Buñuel acoge una de sus visiones más demoledoras acerca del movimiento circular
de la historia, un devenir humano que es cíclico y, por ende, de trágica
repetición. Los episodios se hallan unidos por ciertos personajes que transitan
de uno a otro, y el absurdo de la vida en este mundo es, una vez más, el
objetivo cuasi militar del surrealista más militante del cine. No obstante, en
su sistema de inversión totalizante --no sólo revelador luminoso del ridículo
orden establecido, sino transgresor oscurantista de las propias convenciones
estéticas--, en su (in)vocación de una lógica irracional estricta, se trata
posiblemente del filme menos característicamente buñueliano: sus imágenes
sufren una distorsión (el personalísimo tema de la niña-mujer se transforma e
inspira la escena del paidófilo que recuerda a M, inclusive la del sobrino y su
tía amada en una variación opuesta de las asimismo insistentes relaciones tipo
mujer joven-hombre maduro, por ejemplo) que las proyecta no sobre un espejo,
sino como los elementos de un mecanismo de fotografía en el momento mismo de
reproducir la realidad: casi todo se ve, no como un negativo, sino patas
arriba; casi todo, porque, pese a un discurso resignadamente libertario que se
vuelve inevitablemente contra sí mismo, Buñuel, el gran dinamitero de la
hipocresía social en todas sus formas, no puede tampoco dejar de advertirnos de
la solitaria y fugitiva, imposible esperanza que acarrea el futuro. (Éste, como
para rematar su condición de afirmación, llegó en la forma de la siguiente y
testamentaria película del artista, aquel Obscuro objeto del deseo con el cual
adaptaría, finalmente, otra de esas turbulentas novelas a las que era tan
afecto este goyesco poeta audiovisual, cuyo sentido del humor --aun por encima
de la vena sacrílega consagrada en la insuperable L’âge d’or-- es mayor de lo
que el cronista deja entrever.)