Genet, por Leonor Fini
Con Le
sang d’un poète (1932) de Jean Cocteau, el propio debut cinematográfico de Jean Genet --quien
no realizaría ninguna otra película-- comparte un lirismo determinante, un
homoerotismo flagrante y una vocación por la fuerza primigenia de las imágenes
audiovisuales. Sus diferencias son, también, inmediatamente discernibles: en el
filme de Genet la versificación se reduce a la ensimismada belleza cruda de los
emotivos cuerpos masculinos, confinados y aislados en una danza metafórica
nítidamente personalizada por el autor de Las criadas y Querelle de Brest. En la
prisión real y simbólica de Genet, los reclusos se parecen a los Esclavos de
Miguel Angel, se masturban hasta la explosión narcisista, descubren el amor en
la incomunicación y la violencia del deseo. Todo el mundo está solo, encerrado
y es homosexual, incluido (especialmente) el guardia que espía esos sueños envidiables
para nutrir los suyos propios. El contraste entre la eventual libertad diurna
de la consciencia y la sensación claustrofóbica de la sombra es, en su puesta
en escena, buñueliano, en su localización casi emulado directamente de Un
chien andalou. 4/5