El problema principal con esta
adaptación de la novela de culto escrita (con talento subestimado) por Jaime
Bayly y publicada en 1994 por Seix Barral es, precisamente, su guión: allí
donde la narrativa episódica, asertivamente inserta en la tradición de la
picaresca española (lato sensu), lucía una superficie hedonista y
fluidamente liviana que velaba para el lector desatento --o demasiado atento a los
efectos “reales” de su herencia de Capote y a otros aspectos más bien extraliterarios--
todo un pozo de amargor indecible respecto de los desajustes existenciales y
socioculturales de su antihéroe, en la pantalla queda traducido en los
claroscuros de una fotografía sin mayor vigor conceptual y, peor aún, en una
historia cuya única solución de continuidad parece ser el lugar común del
género queer y el sensacionalismo sin fondo.
Por lo demás, la producción (del
mismo equipo peruano que se atrevió con la primera novela de Vargas Llosa, con
resultados igualmente desiguales, otra vez respaldado por un capital hispano
que en esta ocasión es a veces una distracción dentro del ecran) cuenta con una
realización irregular pero, dadas las circunstancias, aceptable --no por nada el
respetable crítico de cine Ricardo Bedoya es autor de un interesante libro
sobre el director--, aunque agrave el
tono casual del relato original y lo teatralice
o logre una actuación realmente banal de casi todo su elenco (intérpretes y
meros figurantes) en pleno; bastante cumplidas son, no obstante --y dado,
siempre, el libro cinematográfico de marras, acaso dignas de encomio--, las de
Hernán Romero y Santiago Magill como el satanizado padre del perennemente
desorientado, aturdido protagonista, respectivamente. Lo cierto es que, al
menos, no se trata de un bodrio culebronesco al estilo de La mujer de mi
hermano (2005). 2/5