martes, 21 de julio de 2015

No se lo digas a nadie (1998)


El problema principal con esta adaptación de la novela de culto escrita (con talento subestimado) por Jaime Bayly y publicada en 1994 por Seix Barral es, precisamente, su guión: allí donde la narrativa episódica, asertivamente inserta en la tradición de la picaresca española (lato sensu), lucía una superficie hedonista y fluidamente liviana que velaba para el lector desatento --o demasiado atento a los efectos “reales” de su herencia de Capote y a otros aspectos más bien extraliterarios-- todo un pozo de amargor indecible respecto de los desajustes existenciales y socioculturales de su antihéroe, en la pantalla queda traducido en los claroscuros de una fotografía sin mayor vigor conceptual y, peor aún, en una historia cuya única solución de continuidad parece ser el lugar común del género queer y el sensacionalismo sin fondo.


Por lo demás, la producción (del mismo equipo peruano que se atrevió con la primera novela de Vargas Llosa, con resultados igualmente desiguales, otra vez respaldado por un capital hispano que en esta ocasión es a veces una distracción dentro del ecran) cuenta con una realización irregular pero, dadas las circunstancias, aceptable --no por nada el respetable crítico de cine Ricardo Bedoya es autor de un interesante libro sobre el director--, aunque agrave el tono casual del relato original y lo teatralice o logre una actuación realmente banal de casi todo su elenco (intérpretes y meros figurantes) en pleno; bastante cumplidas son, no obstante --y dado, siempre, el libro cinematográfico de marras, acaso dignas de encomio--, las de Hernán Romero y Santiago Magill como el satanizado padre del perennemente desorientado, aturdido protagonista, respectivamente. Lo cierto es que, al menos, no se trata de un bodrio culebronesco al estilo de La mujer de mi hermano (2005). 2/5

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