lunes, 7 de diciembre de 2015

You're Never Too Young (1955)


Tal vez una de las más elaboradas y surrealistas historias filmadas por el tándem Martin & Lewis, esta cinta Paramount (como siempre) en Technicolor (y VistaVision) empieza como un thriller de la serie negra: un contrabandista de joyas (el imponente Raymond Burr, que acababa de estrenar Rear Window el año previo) roba a balazos un precioso diamante, dejando un muerto en su camino. Lo que el inescrupuloso ladrón y asesino ignora, por supuesto, es que el individuo en cuyo saco decide esconder la piedra con el fin de despistar a la policía es el director de un colegio para señoritas, interpretado por Dean Martin... y, claro, como sabemos, ésta es la parte crucial en el asunto, pues Jerry no debe de estar demasiado lejos, y con él la mala (y justa) fortuna de Burr. Aunque las amenazas del villano tienen para rato.


El pobre de Jerry trabaja como barrendero en una peluquería cuando Burr --a quien parece haber abandonado momentáneamente todo el ingenio que lo caracteriza en su rol de Perry Mason, cuyo debut televisivo ocurrió en 1957; en realidad, su línea de diálogo "Mi abogado es Perry Mason" en el doblaje al español tendría algo de profético si no fuese porque, en el soundtrack original, lo que responde a los agentes de la ley es "My attorney would like that"-- traslada el diamante del traje de Dino a su bolsillo trasero. Mero pretexto para que, al ser enviado al departamento de su cómplice (Veda Ann Borg), ésta proceda a bailar con el incauto para toquetearlo y, finalmente, arrancarle el bolsillo que contiene goma de mascar (¡?). Hasta aquí, la película dirigida por el habitual Norman Taurog --quien guió al dueto en seis oportunidades-- no se ha mostrado ni muy hábil ni muy novedosa, pero es entonces que, con la persecución de Jerry por Burr, se suceden episodios de lo más divertidos y, en un sentido cualitativamente notable, fantásticos. Disfrazado de marinerito, Jerry va a parar al colegio dirigido por Martin y... En opinión de este cronista, el genio lewisiano alcanza en esta irregular pero (sumamente) entretenida comedia de enredos --una de sus últimas colaboraciones con el crooner-- altísimos grados de hilaridad, si no en un principio, sí en su segunda mitad. Decir que la escena donde conduce el coro en un show es brillante sería quedarse cortos. La obligatoria contraparte idílica de Dino es Diana Lynn, su mismo interés sentimental en My Friend Irma. 3/5

domingo, 29 de noviembre de 2015

The Da Vinci Code (2006)

Robert Langdon, simbólogo de Harvard, y Sophie Neveu, criptóloga, en busca del Santo Grial

Ese viejo adagio de que el libro es mejor que la película tiene aquí un buen ejemplo --no superior al de Der Tod in Venedig Vs. Morte a Venezia, pero igual de válido. Especialmente bueno ya que se trata de una superproducción típicamente mediocre (como tantas avaladas por el sistema de Hollywood), pero decente en su adocenamiento, con muchos de los elementos de interés que propulsaron, con legitimidad, su concepción apareciendo, al menos, durante algunos segundos. La fascinante novela base de Dan Brown, aquel inmenso e inmensamente polémico best-seller, prometía un blockbuster para el recuerdo a aquellos lectores que, absortos en su intriga de museos sangrientos y símbolos ancestrales, sociedades secretas y complots del Opus Dei, olvidaron el poder de la imaginación solitaria.


Ron Howard, haciendo el meritorio trabajo sucio del hack bajo la más alta de las presiones, apresura demasiado el ritmo (ya de por sí raudo, kinético, cinemático, en el texto original, dotado de una inmediata estructura "fílmica"), y pierde el paso, en su desesperación por meter en el saco del metraje todas las escenas que en la novela parecían, exactamente, carne de taquilla. El resultado es bastante lamentable, pues, si bien aun el guión de Akiva Goldsman se sostiene a duras penas y la realización --con Howard en la silla de director, ¿cómo no?-- luce profesional y solvente (otro mirífico score de Hans Zimmer, incluido), esta adaptación del de sumo brillante thriller literario --y el mismo Brown, quien además tiene cameo de obligación, ejerce de productor ejecutivo-- peca de genéricamente superficial: la acción golpea aturdiendo al espectador antes de que éste se dé cuenta de su solución (de continuo, ¡con ayuda de flashbacks!), y el misterio minucioso, cuyo embeleso primero reside en sus raíces cultas y místicas, que informa las páginas de la novela se pierde en el viento como el dinero de aquella maleta abierta gracias a la incursión de un pequeño amigo al final de The Killing. Por supuesto, Kubrick hizo en Eyes Wide Shut la película sobre sociedades secretas que Howard, un artesano muy respetable, ni se atrevería a soñar jamás. (De todas maneras, la secuencia final de The Da Vinci Code es una despedida tan digna como ridícula fue la escena de la orgía en Perfume, adaptación más fallida de un aun mejor libro.)


Del (equívoco) reparto: Audrey Tautou está a la bajura de las circunstancias, Ian McKellen es un malo sólo un poco menos cantado que Stellan Skarsgard, y Tom Hanks es Tom Hanks, es decir, excesivamente grande, desmedido, errado (y errante) --aunque nos guste mucho su juvenil corte de pelo. La química entre Tautou y Hanks, inexistente. Jean Reno sonambulea; Alfred Molina, lo mismo. Hay, sí, una (tristemente, por fuera de lugar) correcta actuación: la de Paul Bettany como el albino y brutal, fanático asesino del Opus, Silas... Pero la abismal villanía de la comunidad católica, trágica en la novela, es desaprovechada en un film donde todo es redoblada velocidad y tenebrosa confusión, y a veces cruzar los dedos ante el hermoso paisaje de la naturaleza y del arte. 3/5

miércoles, 21 de octubre de 2015

Catch-22 (1970)

Bob Balaban, Charles Grodin, Martin Sheen, Art Garfunkel y Alan Arkin, los pilotos enviados diariamente a la muerte por el Coronel Martin Balsam

Para su cuarta película, Mike Nichols decidió adaptar la celebrada novela antibélica de Joseph Heller, lo cual le presentaba un reto bastante arduo: no sólo era considerado el texto infilmable por muchos lectores, sino que la producción tendría como rival en la taquilla a M*A*S*H, otra sátira en torno al ejército americano estacionado en territorio foráneo durante un crítico conflicto armado. No obstante, los médicos hippies de Altman y los aviadores al borde de la locura que protagonizan Catch-22 se encuentran tan distantes entre sí como la Corea del Sur en 1951 de la isla toscana de Pianosa circa 1942-44, sus respectivos escenarios. Mientras M*A*S*H es una comedia audiovisual cuya experimentación técnica reveló la maestría y la personalidad singulares de un cineasta como el futuro director de Nashville (1975), el artífice principal detrás de Who's Afraid of Virginia Woolf? (1966) y The Graduate (1967) llevó a cabo una confirmación de sus virtudes que, típicamente, pasó medio desapercibida por público y crítica en el año de su estreno, pese a ser probablemente uno de los mejores trabajos de Nichols y, acaso, una de las más importantes obras de la cinematografía en el amanecer de los '70s.

   Susanne Benton, luciendo menos "humana" que Jessica Rabbit

Escrita por Buck Henry (quien tiene también un rol actoral) en su segunda colaboración con el director, Catch-22 logra una impactante farsa del absurdo, una tesis acerca de la indecible tragedia de la guerra que no emplea los términos de otras versiones en la misma oposición. En su descarnado paisaje de relaciones y eventos verosímiles infiltrados por el sinsentido, el film funciona como un juego lógico en el cual, así como aquella antigua cuestión del huevo y la gallina, todo vuelve sobre sí y el círculo interpersonal, además, es trazado de un modo cuasi brechtiano. Por ejemplo, en la secuencia donde los pilotos reciben la visita del General Dreedle (Orson Welles en jocosa labor interpretativa), su chica (Benton, actriz de la altmaniana That Cold Day in the Park, en 1969), dotada de curvas como las de las groseras pin-ups que adornan los bombarderos, provoca una lujuria colectiva incontenible, que Nichols aprovecha para declarar la naturaleza conscientemente teatral, plástica, que oculta el drama de sus personajes. Comparen, si no, esta escena con la de la muchacha lavando el auto en Cool Hand Luke (1967): Nichols concentra su interés en el movimiento automático, maquinal, de unos seres que van perdiendo su entidad y progresivamente devienen, en ciertos casos, el mismo enemigo que pretenden combatir. La odisea de Yossarian (estupendo Alan Arkin), el frustrado desertor, quien pierde a sus amigos y, finalmente, sus más íntimas convicciones en un permanente enfrentamiento con la realidad y los límites de la existencia, es comparable a la de otros antihéroes nicholsianos, como Ben Braddock y Henry Turner, además de inaugurar ciertas imágenes narrativas, como sucede en el baile con Luciana (Olimpia Carlisi) respecto de un momento equivalente en Biloxi Blues (1988). En Catch-22, el ambivalente optimismo de su autor fílmico se disuelve en medio de los más amplios y fríos, inhumanos y deshumanizantes, ambientes, espacios que son verdaderas peceras sin agua para los encarcelados personajes que boquean, sin darse cuenta, a través de los múltiples niveles lingüísticos del metraje. Jon Voight, Anthony Perkins y Norman Fell integran asimismo el lujoso elenco. 5/5

      

domingo, 18 de octubre de 2015

Flesh (1968)


La estética pop alcanzó un punto álgido en el celuloide cuando fue estrenada esta cinta escrita, fotografiada y dirigida por Paul Morrissey, que lanzó al estrellato contracultural a su protagonista absoluto, Joe Dallesandro. Luego del incidente que a la larga le costaría la vida, Andy Warhol delegó sus proyectos fílmicos en Morrissey, quien, si bien hizo más accesible el microcosmos de su productor, continuó desarrollando el estilo de la Factory: meticulosos planos secuencia, atmósferas impermeables a las convenciones dramáticas mainstream, y una aproximación a la sexualidad de sus temas carente de cualquier tipo de prejuicio.

De hecho, la filosofía de Morrissey se encontraba voluntariamente en los antípodas del Actors Studio: en su apacible New York, existencialmente promiscua y quietamente desesperada, la decadencia no posee la nerviosa tensión explosiva de James Dean, sino que se entrega al físico sobreexpuesto del joven Dallesandro como si la cámara esculpiese instantáneamente su lasciva inocencia, su en muchos casos incómoda comodidad emocional. "Hey Joe!" es la primera línea de diálogo que se escucha en la película, y está dirigida a un sujeto dormido que, lejos de transformarse en objeto despersonalizado, nunca abandona su posición ambigua de hombre-niño, vulnerable pero consciente de su propia nobleza como hustler.

A través de un montaje sincopado, que enlaza una serie de tableaux donde (como en Godard, como en Altman) predomina la elipsis cual recurso distanciador de una realidad que, al fin, no ha perdido un ápice de presencia referencial, seguimos los esfuerzos de Joe por conseguir el dinero que su esposa necesita (o eso es lo que ella le ha dicho) para el aborto de una amiga. Entre sus clientes se encuentran un excéntrico artista y un antiguo amante; ambos lo conminan a posar totalmente desnudo, por supuesto. También en el reparto, Patti D'Arbanville. 3.5/5

domingo, 13 de septiembre de 2015

Frida, naturaleza viva (1983)


Ofelia Medina se transforma en Frida Kahlo. Supuestamente, la dirige Paul Leduc (Reed, México insurgente), pero lo suyo es un vuelo demasiado alto como para atribuir mayores responsabilidades exteriores en cuanto a su tour de force actoral. Por otra parte, Leduc fotografía una película impresionista que se avecina mejor al surrealismo gutural de su protagonista que el interesante pero artificial acercamiento ensayado por Julie Taymor en la (más conocida) cinta estadounidense de 2002. El mural fragmentario, lírico, surgido de entre las cenizas del dolor es la carne misma de Medina, toda una experta en la artista mexicana desde entonces, tanto en el ecran como en las tablas.


Con el paso firme y pausado de un amanecer, o de la vida en fuga de una Frida en (literal) agonía, Leduc nos llama la atención con detalles, sin poner en primer plano o conducir de la mano al espectador, quien se encuentra en la disyuntiva de ver la película como hace con cualquier otra, o mirar sus imágenes detenidamente, al menos de cuando en cuando, con la agudeza del joyero, la pericia del marchante. Tal estrategia puede ofrecer resultados inesperados, enriquecedores, de un filme que parece más comprometido con la esencia destilada de su hagiografiada que con la reconstrucción exacta de los eventos, más bien algo metaforizados. Así pues, el déjà vu personal y universal, o el descubrimiento de la obra en la vida, de los colores en la experiencia siempre sufriente (aun en la alegría), sorprenden al aficionado con los ojos abiertos de un espejo empañado en el último aliento. Escenas maravillosas como la de Kahlo mutilada entre muñecas rotas, veladas como la de los "piquetitos" --brutal en su sensual honestidad--; la cualidad silente del conjunto, como emanando de las témperas que su padre (el gran Claudio Brook, muy lejos de El castillo de la pureza) obsequia a la futura pintora; y la contextualización política e histórica --la revolución agraria, el socialismo, el íntimo Trotsky, los realmente abominables Hitler y Stalin-- que sirve como contrapunto exacto a los sentimientos articulados como ondas en la superficie de un estanque: son todas virtudes de un título acaso un punto (des)prolijo pero insoslayado, memorable (después reciclado en el documental Frida, naturaleza herida, de 2012). 4/5

jueves, 20 de agosto de 2015

La monja alférez (1944)


Igual de fascinante que Garbo como Christina de Suecia o Marlene Dietrich en Morocco, la Doña personifica a un caballero de Nueva España que arriba a Trujillo, Perú, huyendo de un destino casi de cuento de hadas: su tía es una bruja que, fallecido el padre de Catalina (Félix), pretenderá hacerse con la herencia, e, inclusive, el prometido de la huérfana para su hija. La característica particular de Catalina, ahora conocida por el nombre de Don Alonso, es su feminidad no suprimida pero acaso un ápice reprimida, encauzada desde pequeña en la complacencia de su progenitor (un orgulloso hidalgo que la quiso de su propio género) a través de la educación en la esgrima, la equitación y otras artes de la varonía en esos tiempos agitados de la Colonia. Sin la estupefaciente Doña este relato curioso no sería mucho o nada, pero notemos además su guión castizo e intrigante --aunque predecible--, y la bienhumorada dirección con temple de swashbuckler. 3.5/5


martes, 21 de julio de 2015

No se lo digas a nadie (1998)


El problema principal con esta adaptación de la novela de culto escrita (con talento subestimado) por Jaime Bayly y publicada en 1994 por Seix Barral es, precisamente, su guión: allí donde la narrativa episódica, asertivamente inserta en la tradición de la picaresca española (lato sensu), lucía una superficie hedonista y fluidamente liviana que velaba para el lector desatento --o demasiado atento a los efectos “reales” de su herencia de Capote y a otros aspectos más bien extraliterarios-- todo un pozo de amargor indecible respecto de los desajustes existenciales y socioculturales de su antihéroe, en la pantalla queda traducido en los claroscuros de una fotografía sin mayor vigor conceptual y, peor aún, en una historia cuya única solución de continuidad parece ser el lugar común del género queer y el sensacionalismo sin fondo.


Por lo demás, la producción (del mismo equipo peruano que se atrevió con la primera novela de Vargas Llosa, con resultados igualmente desiguales, otra vez respaldado por un capital hispano que en esta ocasión es a veces una distracción dentro del ecran) cuenta con una realización irregular pero, dadas las circunstancias, aceptable --no por nada el respetable crítico de cine Ricardo Bedoya es autor de un interesante libro sobre el director--, aunque agrave el tono casual del relato original y lo teatralice o logre una actuación realmente banal de casi todo su elenco (intérpretes y meros figurantes) en pleno; bastante cumplidas son, no obstante --y dado, siempre, el libro cinematográfico de marras, acaso dignas de encomio--, las de Hernán Romero y Santiago Magill como el satanizado padre del perennemente desorientado, aturdido protagonista, respectivamente. Lo cierto es que, al menos, no se trata de un bodrio culebronesco al estilo de La mujer de mi hermano (2005). 2/5