lunes, 7 de diciembre de 2015

You're Never Too Young (1955)


Tal vez una de las más elaboradas y surrealistas historias filmadas por el tándem Martin & Lewis, esta cinta Paramount (como siempre) en Technicolor (y VistaVision) empieza como un thriller de la serie negra: un contrabandista de joyas (el imponente Raymond Burr, que acababa de estrenar Rear Window el año previo) roba a balazos un precioso diamante, dejando un muerto en su camino. Lo que el inescrupuloso ladrón y asesino ignora, por supuesto, es que el individuo en cuyo saco decide esconder la piedra con el fin de despistar a la policía es el director de un colegio para señoritas, interpretado por Dean Martin... y, claro, como sabemos, ésta es la parte crucial en el asunto, pues Jerry no debe de estar demasiado lejos, y con él la mala (y justa) fortuna de Burr. Aunque las amenazas del villano tienen para rato.


El pobre de Jerry trabaja como barrendero en una peluquería cuando Burr --a quien parece haber abandonado momentáneamente todo el ingenio que lo caracteriza en su rol de Perry Mason, cuyo debut televisivo ocurrió en 1957; en realidad, su línea de diálogo "Mi abogado es Perry Mason" en el doblaje al español tendría algo de profético si no fuese porque, en el soundtrack original, lo que responde a los agentes de la ley es "My attorney would like that"-- traslada el diamante del traje de Dino a su bolsillo trasero. Mero pretexto para que, al ser enviado al departamento de su cómplice (Veda Ann Borg), ésta proceda a bailar con el incauto para toquetearlo y, finalmente, arrancarle el bolsillo que contiene goma de mascar (¡?). Hasta aquí, la película dirigida por el habitual Norman Taurog --quien guió al dueto en seis oportunidades-- no se ha mostrado ni muy hábil ni muy novedosa, pero es entonces que, con la persecución de Jerry por Burr, se suceden episodios de lo más divertidos y, en un sentido cualitativamente notable, fantásticos. Disfrazado de marinerito, Jerry va a parar al colegio dirigido por Martin y... En opinión de este cronista, el genio lewisiano alcanza en esta irregular pero (sumamente) entretenida comedia de enredos --una de sus últimas colaboraciones con el crooner-- altísimos grados de hilaridad, si no en un principio, sí en su segunda mitad. Decir que la escena donde conduce el coro en un show es brillante sería quedarse cortos. La obligatoria contraparte idílica de Dino es Diana Lynn, su mismo interés sentimental en My Friend Irma. 3/5

domingo, 29 de noviembre de 2015

The Da Vinci Code (2006)

Robert Langdon, simbólogo de Harvard, y Sophie Neveu, criptóloga, en busca del Santo Grial

Ese viejo adagio de que el libro es mejor que la película tiene aquí un buen ejemplo --no superior al de Der Tod in Venedig Vs. Morte a Venezia, pero igual de válido. Especialmente bueno ya que se trata de una superproducción típicamente mediocre (como tantas avaladas por el sistema de Hollywood), pero decente en su adocenamiento, con muchos de los elementos de interés que propulsaron, con legitimidad, su concepción apareciendo, al menos, durante algunos segundos. La fascinante novela base de Dan Brown, aquel inmenso e inmensamente polémico best-seller, prometía un blockbuster para el recuerdo a aquellos lectores que, absortos en su intriga de museos sangrientos y símbolos ancestrales, sociedades secretas y complots del Opus Dei, olvidaron el poder de la imaginación solitaria.


Ron Howard, haciendo el meritorio trabajo sucio del hack bajo la más alta de las presiones, apresura demasiado el ritmo (ya de por sí raudo, kinético, cinemático, en el texto original, dotado de una inmediata estructura "fílmica"), y pierde el paso, en su desesperación por meter en el saco del metraje todas las escenas que en la novela parecían, exactamente, carne de taquilla. El resultado es bastante lamentable, pues, si bien aun el guión de Akiva Goldsman se sostiene a duras penas y la realización --con Howard en la silla de director, ¿cómo no?-- luce profesional y solvente (otro mirífico score de Hans Zimmer, incluido), esta adaptación del de sumo brillante thriller literario --y el mismo Brown, quien además tiene cameo de obligación, ejerce de productor ejecutivo-- peca de genéricamente superficial: la acción golpea aturdiendo al espectador antes de que éste se dé cuenta de su solución (de continuo, ¡con ayuda de flashbacks!), y el misterio minucioso, cuyo embeleso primero reside en sus raíces cultas y místicas, que informa las páginas de la novela se pierde en el viento como el dinero de aquella maleta abierta gracias a la incursión de un pequeño amigo al final de The Killing. Por supuesto, Kubrick hizo en Eyes Wide Shut la película sobre sociedades secretas que Howard, un artesano muy respetable, ni se atrevería a soñar jamás. (De todas maneras, la secuencia final de The Da Vinci Code es una despedida tan digna como ridícula fue la escena de la orgía en Perfume, adaptación más fallida de un aun mejor libro.)


Del (equívoco) reparto: Audrey Tautou está a la bajura de las circunstancias, Ian McKellen es un malo sólo un poco menos cantado que Stellan Skarsgard, y Tom Hanks es Tom Hanks, es decir, excesivamente grande, desmedido, errado (y errante) --aunque nos guste mucho su juvenil corte de pelo. La química entre Tautou y Hanks, inexistente. Jean Reno sonambulea; Alfred Molina, lo mismo. Hay, sí, una (tristemente, por fuera de lugar) correcta actuación: la de Paul Bettany como el albino y brutal, fanático asesino del Opus, Silas... Pero la abismal villanía de la comunidad católica, trágica en la novela, es desaprovechada en un film donde todo es redoblada velocidad y tenebrosa confusión, y a veces cruzar los dedos ante el hermoso paisaje de la naturaleza y del arte. 3/5

miércoles, 21 de octubre de 2015

Catch-22 (1970)

Bob Balaban, Charles Grodin, Martin Sheen, Art Garfunkel y Alan Arkin, los pilotos enviados diariamente a la muerte por el Coronel Martin Balsam

Para su cuarta película, Mike Nichols decidió adaptar la celebrada novela antibélica de Joseph Heller, lo cual le presentaba un reto bastante arduo: no sólo era considerado el texto infilmable por muchos lectores, sino que la producción tendría como rival en la taquilla a M*A*S*H, otra sátira en torno al ejército americano estacionado en territorio foráneo durante un crítico conflicto armado. No obstante, los médicos hippies de Altman y los aviadores al borde de la locura que protagonizan Catch-22 se encuentran tan distantes entre sí como la Corea del Sur en 1951 de la isla toscana de Pianosa circa 1942-44, sus respectivos escenarios. Mientras M*A*S*H es una comedia audiovisual cuya experimentación técnica reveló la maestría y la personalidad singulares de un cineasta como el futuro director de Nashville (1975), el artífice principal detrás de Who's Afraid of Virginia Woolf? (1966) y The Graduate (1967) llevó a cabo una confirmación de sus virtudes que, típicamente, pasó medio desapercibida por público y crítica en el año de su estreno, pese a ser probablemente uno de los mejores trabajos de Nichols y, acaso, una de las más importantes obras de la cinematografía en el amanecer de los '70s.

   Susanne Benton, luciendo menos "humana" que Jessica Rabbit

Escrita por Buck Henry (quien tiene también un rol actoral) en su segunda colaboración con el director, Catch-22 logra una impactante farsa del absurdo, una tesis acerca de la indecible tragedia de la guerra que no emplea los términos de otras versiones en la misma oposición. En su descarnado paisaje de relaciones y eventos verosímiles infiltrados por el sinsentido, el film funciona como un juego lógico en el cual, así como aquella antigua cuestión del huevo y la gallina, todo vuelve sobre sí y el círculo interpersonal, además, es trazado de un modo cuasi brechtiano. Por ejemplo, en la secuencia donde los pilotos reciben la visita del General Dreedle (Orson Welles en jocosa labor interpretativa), su chica (Benton, actriz de la altmaniana That Cold Day in the Park, en 1969), dotada de curvas como las de las groseras pin-ups que adornan los bombarderos, provoca una lujuria colectiva incontenible, que Nichols aprovecha para declarar la naturaleza conscientemente teatral, plástica, que oculta el drama de sus personajes. Comparen, si no, esta escena con la de la muchacha lavando el auto en Cool Hand Luke (1967): Nichols concentra su interés en el movimiento automático, maquinal, de unos seres que van perdiendo su entidad y progresivamente devienen, en ciertos casos, el mismo enemigo que pretenden combatir. La odisea de Yossarian (estupendo Alan Arkin), el frustrado desertor, quien pierde a sus amigos y, finalmente, sus más íntimas convicciones en un permanente enfrentamiento con la realidad y los límites de la existencia, es comparable a la de otros antihéroes nicholsianos, como Ben Braddock y Henry Turner, además de inaugurar ciertas imágenes narrativas, como sucede en el baile con Luciana (Olimpia Carlisi) respecto de un momento equivalente en Biloxi Blues (1988). En Catch-22, el ambivalente optimismo de su autor fílmico se disuelve en medio de los más amplios y fríos, inhumanos y deshumanizantes, ambientes, espacios que son verdaderas peceras sin agua para los encarcelados personajes que boquean, sin darse cuenta, a través de los múltiples niveles lingüísticos del metraje. Jon Voight, Anthony Perkins y Norman Fell integran asimismo el lujoso elenco. 5/5

      

domingo, 18 de octubre de 2015

Flesh (1968)


La estética pop alcanzó un punto álgido en el celuloide cuando fue estrenada esta cinta escrita, fotografiada y dirigida por Paul Morrissey, que lanzó al estrellato contracultural a su protagonista absoluto, Joe Dallesandro. Luego del incidente que a la larga le costaría la vida, Andy Warhol delegó sus proyectos fílmicos en Morrissey, quien, si bien hizo más accesible el microcosmos de su productor, continuó desarrollando el estilo de la Factory: meticulosos planos secuencia, atmósferas impermeables a las convenciones dramáticas mainstream, y una aproximación a la sexualidad de sus temas carente de cualquier tipo de prejuicio.

De hecho, la filosofía de Morrissey se encontraba voluntariamente en los antípodas del Actors Studio: en su apacible New York, existencialmente promiscua y quietamente desesperada, la decadencia no posee la nerviosa tensión explosiva de James Dean, sino que se entrega al físico sobreexpuesto del joven Dallesandro como si la cámara esculpiese instantáneamente su lasciva inocencia, su en muchos casos incómoda comodidad emocional. "Hey Joe!" es la primera línea de diálogo que se escucha en la película, y está dirigida a un sujeto dormido que, lejos de transformarse en objeto despersonalizado, nunca abandona su posición ambigua de hombre-niño, vulnerable pero consciente de su propia nobleza como hustler.

A través de un montaje sincopado, que enlaza una serie de tableaux donde (como en Godard, como en Altman) predomina la elipsis cual recurso distanciador de una realidad que, al fin, no ha perdido un ápice de presencia referencial, seguimos los esfuerzos de Joe por conseguir el dinero que su esposa necesita (o eso es lo que ella le ha dicho) para el aborto de una amiga. Entre sus clientes se encuentran un excéntrico artista y un antiguo amante; ambos lo conminan a posar totalmente desnudo, por supuesto. También en el reparto, Patti D'Arbanville. 3.5/5

domingo, 13 de septiembre de 2015

Frida, naturaleza viva (1983)


Ofelia Medina se transforma en Frida Kahlo. Supuestamente, la dirige Paul Leduc (Reed, México insurgente), pero lo suyo es un vuelo demasiado alto como para atribuir mayores responsabilidades exteriores en cuanto a su tour de force actoral. Por otra parte, Leduc fotografía una película impresionista que se avecina mejor al surrealismo gutural de su protagonista que el interesante pero artificial acercamiento ensayado por Julie Taymor en la (más conocida) cinta estadounidense de 2002. El mural fragmentario, lírico, surgido de entre las cenizas del dolor es la carne misma de Medina, toda una experta en la artista mexicana desde entonces, tanto en el ecran como en las tablas.


Con el paso firme y pausado de un amanecer, o de la vida en fuga de una Frida en (literal) agonía, Leduc nos llama la atención con detalles, sin poner en primer plano o conducir de la mano al espectador, quien se encuentra en la disyuntiva de ver la película como hace con cualquier otra, o mirar sus imágenes detenidamente, al menos de cuando en cuando, con la agudeza del joyero, la pericia del marchante. Tal estrategia puede ofrecer resultados inesperados, enriquecedores, de un filme que parece más comprometido con la esencia destilada de su hagiografiada que con la reconstrucción exacta de los eventos, más bien algo metaforizados. Así pues, el déjà vu personal y universal, o el descubrimiento de la obra en la vida, de los colores en la experiencia siempre sufriente (aun en la alegría), sorprenden al aficionado con los ojos abiertos de un espejo empañado en el último aliento. Escenas maravillosas como la de Kahlo mutilada entre muñecas rotas, veladas como la de los "piquetitos" --brutal en su sensual honestidad--; la cualidad silente del conjunto, como emanando de las témperas que su padre (el gran Claudio Brook, muy lejos de El castillo de la pureza) obsequia a la futura pintora; y la contextualización política e histórica --la revolución agraria, el socialismo, el íntimo Trotsky, los realmente abominables Hitler y Stalin-- que sirve como contrapunto exacto a los sentimientos articulados como ondas en la superficie de un estanque: son todas virtudes de un título acaso un punto (des)prolijo pero insoslayado, memorable (después reciclado en el documental Frida, naturaleza herida, de 2012). 4/5

jueves, 20 de agosto de 2015

La monja alférez (1944)


Igual de fascinante que Garbo como Christina de Suecia o Marlene Dietrich en Morocco, la Doña personifica a un caballero de Nueva España que arriba a Trujillo, Perú, huyendo de un destino casi de cuento de hadas: su tía es una bruja que, fallecido el padre de Catalina (Félix), pretenderá hacerse con la herencia, e, inclusive, el prometido de la huérfana para su hija. La característica particular de Catalina, ahora conocida por el nombre de Don Alonso, es su feminidad no suprimida pero acaso un ápice reprimida, encauzada desde pequeña en la complacencia de su progenitor (un orgulloso hidalgo que la quiso de su propio género) a través de la educación en la esgrima, la equitación y otras artes de la varonía en esos tiempos agitados de la Colonia. Sin la estupefaciente Doña este relato curioso no sería mucho o nada, pero notemos además su guión castizo e intrigante --aunque predecible--, y la bienhumorada dirección con temple de swashbuckler. 3.5/5


martes, 21 de julio de 2015

No se lo digas a nadie (1998)


El problema principal con esta adaptación de la novela de culto escrita (con talento subestimado) por Jaime Bayly y publicada en 1994 por Seix Barral es, precisamente, su guión: allí donde la narrativa episódica, asertivamente inserta en la tradición de la picaresca española (lato sensu), lucía una superficie hedonista y fluidamente liviana que velaba para el lector desatento --o demasiado atento a los efectos “reales” de su herencia de Capote y a otros aspectos más bien extraliterarios-- todo un pozo de amargor indecible respecto de los desajustes existenciales y socioculturales de su antihéroe, en la pantalla queda traducido en los claroscuros de una fotografía sin mayor vigor conceptual y, peor aún, en una historia cuya única solución de continuidad parece ser el lugar común del género queer y el sensacionalismo sin fondo.


Por lo demás, la producción (del mismo equipo peruano que se atrevió con la primera novela de Vargas Llosa, con resultados igualmente desiguales, otra vez respaldado por un capital hispano que en esta ocasión es a veces una distracción dentro del ecran) cuenta con una realización irregular pero, dadas las circunstancias, aceptable --no por nada el respetable crítico de cine Ricardo Bedoya es autor de un interesante libro sobre el director--, aunque agrave el tono casual del relato original y lo teatralice o logre una actuación realmente banal de casi todo su elenco (intérpretes y meros figurantes) en pleno; bastante cumplidas son, no obstante --y dado, siempre, el libro cinematográfico de marras, acaso dignas de encomio--, las de Hernán Romero y Santiago Magill como el satanizado padre del perennemente desorientado, aturdido protagonista, respectivamente. Lo cierto es que, al menos, no se trata de un bodrio culebronesco al estilo de La mujer de mi hermano (2005). 2/5

viernes, 10 de julio de 2015

Tempi duri per i vampiri (1959)


El inmortal Christopher Lee (fallecido el 7 de junio pasado) filmó esta parodia vampírica inmediatamente después de su bautizo de sangre como el Conde Drácula por antonomasia en Horror of Dracula (1958). Se trata de una coproducción franco-italiana protagonizada por el showman Renato Rascel (representante de Italia en el Eurovision de 1960), acerca de un barón que lo pierde todo a manos de unos estafadores que convierten su medioeval castillo en un hotel de turismo veraniego. Mientras tanto, su único pariente sobreviviente es un no-muerto (Lee) que a su vez se ve obligado a abandonar su castillo en los Cárpatos, y visitar repentinamente a su hasta ahora olvidado sobrino, quien se gana la vida como el "botones bajito" del lugar.


Bastante lograda comedia de enredos (ciertamente jocosa, aunque no esperen el humor más fino), donde, además de Lee tomándole el pelo a su imagen de Don Juan de ultratumba --cuyo potencial harén termina heredando el buenazo de Rascel--, se luce la belleza de la locación genovesa y de, entre otras féminas, Sylva Koscina como la perseverante novia de un rocanrolero a la manera de Ricky Nelson, y Antje Geerk como la virgen de turno inexpugnable para el propio Príncipe de las Tinieblas. 3/5

   

lunes, 15 de junio de 2015

Graciela (1956)

Elsa Daniel, ingénue del Nuevo Cine Argentino

Adaptación libre de la novela Nada, de Carmen Laforet, Graciela es Elsa Daniel, una muchachita provinciana que llega al Buenos Aires de la posguerra para vivir con su abuela y sus tíos, y estudiar Filosofía y Letras. El inconveniente es que la antigua familia Aliaga, que reside cuasi aislada y en permanente conflicto bajo el mismo techo altísimo de una mansión derruida, está conformada por seres infelices, violentos, aun casi fantasmales en sus hábitos y horizontes. La resignada --y resignación es la palabra clave en este filme-- abuelita de Graciela no puede sino lamentar el inesperado fin de un pasado que jamás floreció, ante la amargada Angustias (“tía Angustias”, le conmina, inhospitalaria, a la recién llegada), una solterona para quien Baudelaire, Camus o Guy des Cars son indistinta bazofia; el airado y aciago Juan, un pintor en perpetuas horas bajas cuya mujer, Gloria, parece una esforzada Marilyn porteña; y Román (Lautaro Murúa), una vez prometedor concertista de piano, ahora cínico seductor de mujeres a quienes chantajea y desprecia no tan secretamente. Todos personajes dobles, enmascarados por no ver el letal reflejo en el espejo inevitable de la realidad. La ambigua atracción entre Graciela y Román --que nos recuerda un tanto la de Jane y Rochester, aunque el libro de Laforet fue comparado más bien con Wuthering Heights-- será la línea que conduzca una trama visualizada en momentos de genuina emoción y aun con esa poesía de la que es capaz Torre Nilsson con su cámara caligráfica y su envolvente manera de revelarnos los recovecos de su universo folletinesco --en el sentido más noble de “folletín”: el de Dickens y Dostoevski--, pintado con penumbras y ángulos expresionistas y románticas evocaciones. Pero Graciela carece del misterio y de la magia del realizador de La casa del ángel, lo cual al menos la signa como un privilegiado melodrama. 3/5

domingo, 7 de junio de 2015

Fin de fiesta (1960)


Con maestría rigurosa, Leopoldo Torre Nilsson traza los indiscernibles límites de la corrupción política en la Argentina de la primera mitad del S. XX, a través de un retrato familiar: en el seno de la oligarquía, Mariano Braceras (Arturo García Buhr) se erige como el victorioso y venerable protector del pueblo, asesinando sin piedad a quien se le oponga (o insinúe oponérsele); su nieto Adolfo (Leonardo Favio), de quien es también secretamente verdugo, parece ser el único que lo conoce o quiere conocer toda la verdad; y el matón de confianza del líder (Lautaro Murúa), el único amigo verdadero que Adolfo parece tener, trata al viejo con la devoción de un perro, hasta que… Una trama de relaciones y conflictos --basada en la novela de la guionista Beatriz Guido-- muy acabada en su ajustada duración (poco más de 1 h 20 m), con la fotografía a lo Gregg Toland (mejor utilizada, eso sí, en la gótica y superior La casa del ángel) y el montaje poderosamente dramático ya característico de uno de los grandes de la cinematografía hispanoamericana de todos los tiempos. Ni siquiera la presencia insípida de Graciela Borges en rol de cierta sustancia es capaz de arruinar un título recomendable. 4/5

viernes, 20 de marzo de 2015

Nadie oyó gritar (1973)


Entre el ejercicio de estilo y el reclamo comercial, Eloy de la Iglesia dirige a Carmen Sevilla y Vicente Parra (su asesino titular en La semana del asesino, estrenada dos meses antes) en una intriga apenas competente y con más bien pobres resultados. Una atractiva madrileña (Sevilla) vive del dinero de hombres prósperos mientras planea un futuro con su joven amante, pero… Digamos que la situación se complica cuando, harta de su reciente proveedor, decide no hacer su viaje mensual a Londres y quedarse en su departamento durante un fin de semana solitario, sin más vecinos a la vista que el enigmático escritor (Parra) de al lado. Escrita por el propio De la Iglesia, la anécdota central inmediatamente toma el rumbo equivocado, además de resentirse a causa de una estructura floja y una realización errática. El eventual giro de los acontecimientos produce cierta bienvenida sorpresa, aunque nada que pueda redimir a un decepcionante material ya en sus últimos minutos de metraje. 2/5



martes, 17 de febrero de 2015

El jefe (1958)


Una pandilla de trajeados forajidos hace de las suyas en la venida a menos Buenos Aires de posguerra: un jovencito iconoclasta en busca del padre que no lo defraude (Leonardo Favio, casi un médium simultáneo de Jimmy Dean y Sal Mineo en versión porteña), un curtido pisaverde devoto de Gardel, un joven escritor casado y con los sueños ya derrumbados, la mano derecha fiel y bruta, dos hermanos con el orgullo viril puesto a prueba. Y, como el vórtice de un drama existencial, el jefe del título (Alberto de Mendoza): carismático, asertivo, amoral, y con un pie delante de la acción y del pensamiento. Nada subestimable, esta figura de sombra alargada esconde los discutibles brillos de su complejidad psicológica cual as bajo la manga. Influenciada por el costumbrismo de Fellini (I vitelloni, Il bidone) y adelantada temática e incluso técnicamente a Scorsese (Who’s that Knocking at My Door) o aun a Tarantino (Reservoir Dogs), también con la participación de la insulsa Graciela Borges pero con el genial Lalo Schifrin en insólito score nacional, esta excelente película negra nos invita a descubrir a Fernando Ayala y el más clásico cine argentino. 4/5


miércoles, 28 de enero de 2015

Foxes (1980)


Acaso los productores de la última versión de Lolita apreciaron el esteticismo adecuado del debutante director (de largometrajes) Adrian Lyne en los títulos de crédito de la película de nuestro comentario: su cálida cámara se detiene en y se desliza desde los pies (y cada uno de sus dedos) de Jodie Foster --filmada como Sue Lyon-- hacia sus piernas y su rostro sumergidos en el sueño compartido de las inocentes: un cuarteto adolescente con exagerados problemas de disfunción familiar... en su mayoría. Entre las otras tres se halla Cherie Currie, la Cherry Bomb (no por más bonita, que ésa era Joan Jett, sino por más insinuante) de The Runaways haciendo su propio debut actoral en el rol de una runaway con tatuaje de cherry: debemos admitir que su trabajo, aunque apañado por el de Foster, es el único de algún riesgo en una cinta irregular aun en el estilo fotográfico de Lyne --cuyos encuadres, confeccionados por Michael Seresin (habitual colaborador de Alan Parker), alcanzan a mostrar una América nocturna como la de Edward Hopper. El guión logra un paisaje ambicioso pero mediano de la actitud vital de cierta juventud a fines de los '70s, con pocas situaciones sostenidas o llevadas a sus consecuencias finales en términos realmente dramáticos o emotivos --con la evidente excepción de la línea narrativa que sigue a Currie--; así que la pieza se apoya principalmente, además de Foster (quien aquí se reúne con Bugsy Malone himself, Scott Baio), en la obra de Giorgio Moroder, siendo “On the Radio”, vocalizado por la Reina del Disco, Donna Summer, el puntal de otro soundtrack para el recuerdo --aunque American Gigolo, el otro score/songtrack de Moroder en el mismo año, es vastamente superior. (La colaboración más reconocida entre Lyne y el productor-compositor sería Flashdance.) Es una suerte de precoz Fast Times at Ridgemont High (incluido Robert Romanus, aquí como ex novio de mi actriz favorita) sin la profundidad de la experiencia, más allá de la inevitable violencia de crecer y el glamour de un grupo de chicas en San Fernando Valley; lo cual no significa que su asunto no posea algún encanto, máxime cuando fue la última película que Jodie estrenó antes de enrumbar hacia Yale. También en el (bastante desaprovechado) reparto, Sally Kellerman (la musa de Altman), un todavía delgado Randy Quaid y Laura Dern diez años antes de Lula Pace. 3.5/5



sábado, 3 de enero de 2015

Mecánica nacional (1972)

Alcoriza dirigiendo a Alma

Esta concesión populista o taquillera de Luis Alcoriza --quien aquí parece un precursor de Hal Needham o algo por el estilo-- no se compara en absoluto con el resto de su obra como director (Tiburoneros) ni como escritor buñueliano. Sin embargo, dada su firma, no resulta totalmente sorprendente que la pintura caricaturalmente costumbrista de un caótico día en una esperada competición automovilística devenga en un más o menos efectivo retrato de los vicios de una sociedad a la cual el cineasta no puede evitar mirar con simpatía o, cuando menos, distanciada comprensión. El machismo, los prejuicios de toda laya y la irresponsabilidad siguen a la familia del sencillo pero orgulloso dueño de un taller mecánico (Manolo Fábregas), devoto hijo de una ya inmemoriosa viejecita (Sara García), casado con una mujer todavía atractiva (Lucha Villa) y padre de dos inquietas adolescentes (Maritza Olivares y, sobre todo, la espasmódica Alma Muriel), además de compadre de un viejo gatillo alegre casado a su vez con Gloria Marín. Por la ardua ruta se mezcla en su odisea un supuesto mayor del ejército (Héctor Suárez) liado con una curvilínea buscona salida de Cannonball Run o Smokey and the Bandit antes de que las fotografiasen; otra risible figura chauvinista y estentórea con la pistola presta, el personaje de Suárez, no obstante, logra matizar con mayor ironía y profundidad ciertos rasgos de un cuadro colectivo que pretende ser un microcosmos reflejo de la sociedad mexicana de su tiempo --algo que, entre unos chistes más “grandes” y conseguidos que otros (un poco como el Ettore Scola de Brutti, sporchi e cattivi), produce no sin cierta torpeza. 3/5