Un prematuramente senil y visiblemente derrotado Hitler
es interpretado por el titán de los escenarios y las pantallas alemanes, el
suizo Bruno Ganz, con nervio y garra avasallantes, como una criatura infernal
acorralada, que muestra unos principios y unos detalles singulares totalmente
incompatibles, incongruentes con sus sentimientos e ideología racista demenciales.
En especial, la relación ambivalente y conflictiva entre el dictador y la nación
que preside es examinada en este largometraje que
describe la decadencia ruinosa, entre bombardeos absurdos y escombros manchados
de sangre, no solamente de un líder nefasto para el mundo entero sino además de
un estilo de vida que hubo de ser pagado al más alto costo. Las escenas que
ilustran las reuniones del alto mando nazi en el Führerbunker son comprensiblemente las más
recordadas (y admiradas hasta la parodia), debido al explosivo delirio de un Hitler acosado por el fantasma de la
traición, y la exposición (e imposición) de sus viles estrategias bélicas --Napoleon
sólo le permitió la exitosa imitación de su tremendismo megalomaníaco, e
inclusive esto decidió su penosa caída.
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