Ni
cinta de anticipación científica ni épica religiosa, La vía láctea es el
sendero enigmático a lo largo del cual uno de los genios de la cinematografía
mundial de todos los tiempos nos hace, más que testigos, partícipes de algunas
de sus obsesiones teológicas, sobre todo con respecto de la figura de Cristo,
cuya identidad aquí es objeto de un escrutinio ya en germen como la culminación
explosiva del sádico sketch que cierra la primera obra maestra buñueliana,
L’âge d’or (1930). Un guión de Jean-Claude Carrière que acumula apostasías, herejías y
datos históricos pertinentes, nos trae al recuerdo aquel tapiz inigualado a
propósito del tema que Umberto Eco crea en El nombre de la rosa; la vía de
Buñuel no es la épica o la historia, sino el discurso filosófico (sin la
tentación de la erudición ni mucho menos la pedantería): donde Eco sería un
cronista borgesiano, el aragonés se revela como un dramaturgo cervantino. Entre
su privilegiado dramatis personae, Michel Piccoli recupera a Sade o, con la precisión de la ambigüedad, Claudio Brook a Simón el estilita, en una road movie de a pie que
une Francia y España, el campo y la ciudad, la fe y la incertidumbre menos
oportuna a la mirada asimétrica lograda a navaja recién afilada y al oído
discriminante (acaso con aparatico de audición listo) del cinéfilo de humilde disposición.
miércoles, 22 de agosto de 2012
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